El pulso a la justicia de Emanuel
86 padres asquenazíes van a prisión por discriminar a hijas de familias sefardíes
El trasiego de hombres y mujeres vestidos de negro, arrastrando maletas, era continuo en Emanuel, un asentamiento de judíos ultraortodoxos en pleno corazón de Cisjordania. Un total de 86 padres y madres llevaban en sus maletas las mudas necesarias para pasar dos semanas en la cárcel. La justicia israelí les había condenado por negarse a que sus hijas, asquenazíes (judíos de origen centroeuropeo), estudiaran junto a las alumnas de familias sefardíes (judíos de origen español). La condena sublevó a los ultraortodoxos, que consideran que la justicia no debe inmiscuirse en los asuntos internos de la comunidad religiosa.
Bajo un sol abrasador, Mina, vestida de negro, manga larga y peluca, explicaba a las puertas de una escuela talmúdica porqué estaba dispuesta a ingresar en prisión. "No se trata de racismo. Yo quiero para mis hijas una escuela más religiosa. No tengo nada en contra de Beit Yakov
[la escuela de la discordia], pero nosotros tenemos un estilo de vida distinto. Nos vestimos de otra manera, hablamos de otra manera...". Se refería esta haredí (ultraortodoxa), que no quiso que figurara su apellido, a las que desde fuera parecen diferencias mínimas entre los ultrarreligiosos de una u otra secta.
Algo parecido sostenía Eliza, de origen marroquí pero casada con un judío europeo. En su casa, con una estantería repleta de textos religiosos como fondo, acusó a los jueces de dictaminar en contra de la comunidad haredí. "No les gustamos porque dicen que estamos en contra de Israel".
Para otros, el supuesto deseo de estas madres de ofrecer a sus hijas una educación más estricta, más religiosa, era solo un pretexto. "Mire, el primer día de curso pasan lista y según sea su apellido van a una clase o a otra. En caso de duda, el color de piel termina de decidir", indicó Vardit Avidan, la abogada que representaba a dos de las familias que llevaron el caso a los tribunales por considerar que se discriminaba a sus hijas.
A pocos metros de la escuela talmúdica se encontraba Beit Yakov. Desde fuera parecía un colegio como otro cualquiera. Solo la maraña de verjas y alambradas recordaba que se trata de uno de los asentamientos judíos incrustados en los territorios palestinos. Dentro, dicen los que lo han visto (ayer un guardián impedía el paso), no queda ni rastro del muro que separaba a las niñas de un origen u otro y que la justicia ordenó derribar.
Sí permanecen las barreras invisibles: las clases separadas, los distintos horarios de recreo y los uniformes para una u otra etnia. Desde las ventanas, un grupo de alumnas sefardíes, apiñadas, ofrecían a gritos su interpretación de los hechos. "Estamos separadas. Aquí es lo normal. A nosotras nos gustaría jugar con ellas [las niñas asquenazíes] en el patio, pero ellas no quieren".
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