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La dama que miraba el mundo como nadie

Patricia Highsmith, que fue una gran fumadora, tomó un Gitanes y yo saqué mi encendedor y me apresuré a darle fuego. En el momento. en que la llama se aproximaba, la Highsmith mantuvo el pitillo en, la mano y, en su lugar, acercó los labios al fuego. Casi la abraso.Cosas así le ocurrían a la autora de El diario de Edith, cada vez que tenía que enfrentarse con desconocidos, sobre todo, periodistas. En aquella ocasión, la única vez que la entrevisté, corría el verano del 83 y ella se encontraba en San Sebastián para participar en unas conversaciones sobre cine y novela policiaca.

El gag del cigarrillo sirvió para que me recibiera al día siguiente, y así fue como me presenté en el hotel, poco después de las diez de la mañana. A esa hora, Highsmith había olvidado la relativa soltura a la que habíamos llegado la noche anterior tras una serie de copas, y se la veía literalmente aterrada, al mismo tiempo que incapaz de retroceder era demasiado gentil. Pero estaba arrepentida de haberme hecho una promesa y la única: manera que tenía de expresarlo era mostrándose torpe.

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"Nunca quise matar a nadie, aunque no soy una santa"

De modo que me dejó entrar, pero se hizo un lío con la puerta de la habitación y la del armario, y casi acabó metida dentro de este último. Salió, por fin, entre resoplidos, y entonces tropezó con la cama. Cuando recuperé la calma tuvo una idea: fue a por una botella de bourbon, puso dos copas de las de agua sobre la mesa y preguntó:

"¿Bebe usted por las mañanas?. Yo miré el reloj de soslayo y luego la miré a ella. "Desde luego". Y funcionó.

No era la escritora la única azorada. El apuro que a uno le producía encontrarse ante Patricia Highsmith procedía del hecho de saberse bajo la mirada de una mujer que escudriñaba como nadie la naturaleza humana. Su obra no fue escrita sólo a mano o a máquina, la construyó también con la ayuda de un bisturí. Soplaba sobre lo cotidiano hasta que la brillante superficie de sentimientos convencionales y lugares comunes desaparecía, para mostrar el enrevesado mecanismo que forman la mentira y la codicia, el miedo y la frustración, y todas las emociones que cualquier hijo de vecino esconde a los demás. Fue emarcada como autora de novela negra, pero el crimen era sólo una excusa para arrancar las múltiples capas de cebolla que cubren los móviles, que eran su verdadero tema. Creaba un mundo a partir de las motivaciones de sus personajes, se llamaran Ripley -en cierto modo, su alter ego: le dotó del encanto, la seguridad y la impunidad que ella hubiera querido poseer-, Edith o Bruno, el inolvidable psicópata de Extraños en un tren.

Amante de los gatos y de la soledad, pero profundamente interesada en los demás. Feminista y algo perversa. Nadie nos mirará nunca como lo hizo esta dama.

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