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Columna
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Verlo por la radio

David Trueba

Persiste la polémica. Las radios no quieren pagar por entrar en los estadios. La Liga de fútbol quiere sumar ingresos en tiempos de apreturas y hacerles pagar un canon. Aún no son presentados en los telediarios como tipos tan malos como los de la SGAE, pero es natural que reconvertir algo gratuito en objeto de cobro provoque una irritación doble. Ocurrirá algo similar cuando Netflix, el portal de alquiler de películas que triunfa en Norteamérica, se instale en España. No tendrá tanto que abrir una línea de negocio, como enterrar un hábito, el del pirateo, ya instalado socialmente.

Lo más estimulante es comprobar la unión de las radios, incluso en un perfil tan atomizado como el de los locutores deportivos. De nuevo se impone una reflexión: la concordia es un valor que solo se fomenta en la amenaza. Hay algo que flaquea en la estrategia que han planteado las emisoras de radio. Puede que el derecho a la información les ampare, ojalá, pero sus carruseles deportivos son tan largos y abundantes que a veces olvidan el derecho del radioyente a oír otra cosa que no sea fútbol en determinados días y a determinadas horas. No parece que radiar un partido sea informar, sino generar un espectáculo y exprimirlo comercialmente.

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La radio es algo tan maravilloso que puede permitirse hasta no entrar en los estadios. El espectáculo del locutor no está motivado por el partido, sino por su habilidad para transmitirlo. La radio no ha de mostrarse servil y esclava de los partidos y las exigencias de la Liga; en el fondo su protesta delata su triste dependencia.

Si pagan por retransmitir el Mundial, era cuestión de tiempo que les cobraran por la Liga, llamada ahora BBVA, por si faltaran pistas. Si quieren fomentar otros deportes, ahí los tienen, todos suyos. Por más que uno se ponga siempre del lado de la radio, de su sugerencia y su calidad, la gente percibe que aquí de lo único que se está hablando es de dinero. Y ahí no mandan buenas intenciones, derechos superiores ni servicios públicos, ahí se impone la crueldad del afán recaudador, al que todos nos postramos en cada factura puntual.

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