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Vimos a medianoche del miércoles en La Uno un reportaje sobre los chiringuitos, dentro del programa Comando actualidad. Ahí se produjo lo que a primera vista era el ensañamiento de un cocinero con una langosta.
La sacó de donde estaba, le cerró la boca y agarró una especie de bisturí que cortaba como el frío. Juan José Millás suele contar una invención de su padre: el bisturí que cauterizaba al tiempo que rasgaba la piel. Aquí se rasgaba, y ya estaba la langosta lista para el sacrificio. Con la langosta seccionada, el cocinero se fue hacia una sartén hirviente y lanzó allí el cuerpo duplicado del marisco que hasta entonces había sido el proyecto de un ser feliz en el océano.
Era la prehistoria de un festín. Esa belleza gatuna de las langostas se convertía ahí en un espectáculo con el que se explicaba a los espectadores que los chiringuitos son mejores que su nombre.
Hay una polémica sobre el porvenir de los chiringuitos. El otro día escuché en Telecinco al presidente andaluz, José Antonio Griñán, hablando de este asunto. Se quieren eliminar, desde el Estado, que diría Urkullu, los chiringuitos. Griñán decía que los legales son estupendos; higiénicos, cuidan del trozo de playa que les corresponde, son rápidos. Lo son. Otra cosa es que nos parezca cruel el seccionado de las langostas. Vistos en la tele, los chiringuitos son como restaurantes de lujo donde la gente cumple caprichos. Una pareja se hizo servir a bordo de su barco una langosta con Moët Chandon. Eso era poderío: el camarero surcando las aguas con los manjares en su bandeja, y el hombre feliz descorchando el champán. Para eso es la tele, para ver cómo disfrutan otros.
¿Y ese número del titular? Es el de la matrícula de un coche que ayer arrojó una botella de plástico, en plena autopista, contra el taxi en el que viajábamos. Si hubiera acertado aquel energúmeno, este cronista quizá no hubiera escrito ni ese número.
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